miércoles, 27 de abril de 2011

Cenit Edih Moncada





Sólo el respirar de nuestros cuerpos se escucha en la habitación. Estamos, como de costumbre, silenciosos, esto ya es un hábito en nuestro diario vivir. Nos hemos ido quedando cada vez con menos palabras en los labios.
Esta noche es como una más, en nada distinta a otras. El cuarto en penumbras refleja en la pared nuestras siluetas: se ven fantasmales. La luz de las velas es tenue, y pareciera que estamos lejos, lejos uno del otro; y que la habitación fuera un gran bosque de oscuridad. En realidad no tiene nada de raro, somos dos fantasmas que se entrelazan en una relación de dos seres que no se perciben, no se ven, no se sienten, no se tocan.
Hemos estado así por largo tiempo. ¿Cuánto? No sabría decirlo con precisión. Si le preguntáramos a Ricardo, creo que menos podría decir cuánto. Él no está preocupado de ello, ni de mí, ni de nada. Simplemente no está.
El reloj de pared da las diez, y, en silencio, cuál sonámbulo Ricardo se levanta de la silla y la entra con sumo cuidado, como si fuera de cristal. Avanza con pasos lentos, como si cada uno de ellos fuese el último. Entonces con voz tímida le digo:
- ¿Podría leerte un capítulo de tu novela?, quizás eso te ayude a dormir bien.
Con un gesto cansado, levanta su mano derecha y me dice: -
¡Déjalo, mañana quizás!
El dormitorio está frío, como toda la casa, y el silencio retumba en mis oídos. Tomo el rosario y comienzo a rezar.
En otros tiempos la casa estaba llena de algarabía. Nuestros hijos corrían por los pasillos. El jardín siempre lleno de rosas, las hortensias brotaban por todas partes. Y en la mesa del comedor siempre estaban los niños a la hora del té.¿Cuándo comenzó este silencio? ¿En qué momento se secaron nuestras bocas, tal cual se secaron las hortensias y quedó mudo el campanario del reloj?
Ricardo, eras tan apuesto, tan gallardo, siempre con la sonrisa en los labios. Ahora tus mejillas están hundidas y tus ojos secos ya nada ven. Lo más doloroso de estos años es tu silencio, decidiste no hablar, nada te interesa. Y yo, para no incomodarte, me hice tu cómplice.
En esta casa grande donde todo nos queda lejos, hasta nuestros encuentros se perdieron, tal como se perdió la juventud.
Los hijos se fueron, uno tras otro. Y de pronto nos vimos solos. Fue una pena que Dios nos diera sólo varones; quizás si hubiera llegado una niña, ella estaría hoy con nosotros. Los muchachos se enamoran, se casan y se olvidan de sus padres.
Recuerdo el día que Vicente, el menor, nos anunció que se trasladaba fuera del país. Cuánto te alegraste de ello. Dijiste que significaba un gran avance en su carrera, pero al pasar el tiempo, nos dimos cuenta que ya no volvería. Y nos fuimos conformando, soñando con la Navidad para verlos.
En los primeros años, el pavo y el champán siempre estuvieron listos, por si alguno de ellos llegaba a saludarnos y darnos esa alegría; pero, como no sucedió, nos fuimos apagando. Nada dijimos y el silencio se llevó nuestras voces.
Tu silueta se fue encorvando y cada día te noto más lento. Tus manos tiemblan y ya no pueden peinarte; por eso en las mañanas, apenas sale el sol -ese sol que nunca entra a nuestra casa- vas al vestíbulo y te colocas la boina. Te miro a lo lejos, y aún así me pareces buen mozo. La nariz aguileña con el azul de tus ojos ( te dan un aire de distinción.)
¿Cómo pasó el tiempo, cómo se llevó a nuestros hijos...? ¡Ay! Ricardo qué sola me siento; si tan sólo pudieras mirarme y ver que estoy sufriendo. Pero tu propia pena no te deja verlo.
Hoy amaneció frío, algo más que otros días. Te miro de reojo y veo que me miras, ¡me miras!...por un instante he visto un destello: esa mirada de antaño, esa mirada que tanto amaba. De pronto me vuelvo coqueta y te sonrío. Balbuceaste mi nombre y corrí a tu lado; me tomaste la mano y dijiste:
- Usted quién es? Comprendí: en silencio te sonreí y te abrigué las piernas con la manta.
Camino por el largo pasillo, enciendo luces y busco la novela, ésa que nunca terminé de leerte; lo hago ahora, aunque ya no me escuches. La luz del pasillo se hace cada vez más tenue. Y también mi voz.

sábado, 9 de abril de 2011

El regreso


Tocaron la puerta y corrí a abrirla, sentía en mi piel que podía ser él.

La tarde estaba tibia y una suave ráfaga de viento me besó al dejar entreabierto el portón por si querías entrar por allí. No se porque razón pensaba que llegarías esta tarde.

Habían pasado muchos años desde el día que te fuiste, y en mi corazón nunca dejé de soñar con el día que regresaras.
Me imaginaba que traías tu camisa azul, esa que te regalé cuando cumpliste veinte años y que tú con tus verdes ojos miraste con tanta alegría y besando mi cara te alejaste feliz al pueblo a encontrarte con tu novia María Teresa.
Esa chiquilla morena de trenzas negras que tanto amabas, ella con la belleza de los diecisiete, con su mirada lánguida y voz de miel, regalona te tenía cautivado.
Era tu primer amor, y tenías el porte de un águila en vuelo. Esa tarde que caminaste por el sendero de las hortensias, saliendo de la casa, donde tu figura la vi desaparecer entre los álamos del camino que te llevó al pueblo, esa la última que vi tus ojos verdes mirarme con amor. No sospechaba que sería la última vez que tendría la felicidad de tenerte a mi lado.

Con el tiempo comprendí y acepté que te habías marchado. Nunca entendí el por qué de no contármelo, si yo tu madre te habría aconsejado y les habría dado un pedacito de nuestra tierra para ustedes, para que hicieran su nidito, y hasta unos animalitos les habría puesto en los corrales.¿ Qué te hizo tomar esa cruel decisión, marcharte así sin una palabra, acaso no confiaste en mí, en tu padre?
No hubo noche que no te esperará con el mate cebado, como a ti te gustaba, el pancito calientito en la cocinilla y el queso con la mantequilla recién hecho.

Pronto llegaron los rumores del pueblo y supimos que se habían casado. Y que hasta un niño tenías. Jesús le pusiste me dijo la madre de María Teresa, tu suegra, que también como yo, lloraba su pena.

El compadre Ramón me decía, no llore comadre, ya verá que los chiquillos vuelven, estos cabros cuando son jóvenes son chúcaros y cuesta domarlos, pero ya verá como vuelven mansitos en un par de años.
Tu padre Mañungo, no resistió la pena y los fríos del invierno le enfriaron las venas.
Se perdía días enteros cabalgando a la cordillera, no regresaba hasta avanzada la tarde, soñando encontrarte con las botas de cabalgar puestas, _yo nunca le reprocharé nada le decía a todo aquel que por ti le preguntaba_.
Pero pasaron los inviernos Juan, y no regresaste, hasta que una tarde no volvió de su cabalgata y fue el compadre Rosamel quien salió a buscarlo. Encontró su caballo desbocado en el peñasco, allá frente a las “ ánimas” te recuerdas. Entonces salieron los hombres a la mañana siguiente al alba, Tu padre se quedó para siempre aguardando tu llegada, desbarrancó y quedó postrado en la grieta de los “ MUERTOS”. De allí nadie pudo sacarlo, llegar a ese lugar era una locura. El cura del pueblo hizo una misa en su nombre y por su alma. Y yo le rezo cada noche un rosario completito para que Dios lo tenga calientito.

Dicen que tienes fortuna y varios hijos, y que hasta auto tienes allá en la capital, que pasas tan ocupado por eso no has podido regresar.
Yo nunca pensé que María Teresa, tendría tanto poder sobre ti, sacarte de mi ranchito de esa manera y dejar a su madre para irse a la capital, tú que eras tan gallardo cómo dejaste que ella decidiera tu futuro, pero claro así es el amor, cuando se apodera de tu cuerpo pierdes toda noción de cordura y ambos se olvidaron de sus raíces.
Mi corazón me dice que esta tarde volverás , siento en el aire tu presencia. Si hasta los aromos se adelantaron y te esperan ya florecidos. ¿ Te acuerdas de los caquis?, están cargados y parecen que esperan que tus niños vengan a cogerlos de sus ramas, hay tanta fruta acá que necesitan de niños , ¡de tus niños !
Juanito, dile a María Teresa, que vengan que mi corazón les espera con alegría, si hasta una huerta tengo preparada para que saquen verduras frescas.
Hay dos vacas preñadas y un chancho con sus crías. En el gallinero, las gallinas no dejan de poner sus huevos cada día.
Hijo por favor, no dejes de venir esta primavera.
Doña María Flor, sentada en el corredor de su casa espera la llegada de su hijo , su nuera y sus nietos. Sus manos ya gastadas y deformes por el reumatismo se retuercen con torpeza, y sus ojos vidriosos creen ver por el sendero la llegada de ellos. Se levanta de su silla y sale al encuentro, su compadre Rosamel, es el que viene cabalgando y trae en sus manos un telegrama, es de Juan que llega mañana.

María Flor, esa noche se acuesta contenta, tiene el comedor preparado y en el corredor un animal cuelga, listo para el asado cuando su hijo llegue, los peones ya saben y tiene la chicha dispuesta. Mañana en casa habrá una gran fiesta.

La noche se ha posado sobre la casa paterna, el fuego está encendido en la chimenea, los gatos duermen bajo las mesas. En su cama doña María flor reza, dando gracias por la llegada que tanto espera. Afuera los perros vigilan.
Las hortensias abundan por el camino donde un día Juan saliera.

Son las siete de la mañana, el sol ya está alumbrando la hacienda.
Los ojos de María Flor descansan , su cuerpo aún tibio no siente el beso que de lo lejos llega, Juan ha vuelto y su madre descansa la siesta eterna. En su cara se refleja la paz que deja al alma cuando un hijo regresa.

martes, 5 de abril de 2011

Cenit


Sólo el respirar de nuestros cuerpos se escucha en la habitación. Estamos como de costumbre; silenciosos, esto ya es un hábito en nuestro diario vivir. Nos hemos ido quedando cada vez con menos palabras en los labios.
Esta noche, es como una más, nada que sea distinta a otras. El cuarto en penumbras, refleja en la pared nuestras siluetas. Se ven fantasmales. La luz de las velas es tenue, y pareciera que estamos lejos, lejos uno del otro, y la pieza fuera un gran bosque de oscuridad. En realidad no tiene nada de raro, somos dos fantasmas que se entrelazan en una relación de dos seres que no se perciben, no se ven, no se sienten, no se tocan.
Hemos estado así por largo tiempo. ¿ Cuánto? No sabría decirlo con precisión. Si le preguntáramos a Ricardo, creo que menos podría decir un tiempo. él no está preocupado de ello, ni de mí, ni de nada. Simplemente no está.
El reloj de pared da las diez, y en silencio cuál sonámbulo Ricardo se levanta del comedor ,entra la silla con sumo cuidado, como si fuera de cristal, avanza con paso lento, como si cada uno de ellos fuese el último. Entonces con voz tímida le digo: ¿Podría leerte un capítulo de tu novela, quizás eso te ayude a dormir bien? Con un gesto cansado, levanta su mano derecha y me dice - ¡déjalo, mañana quizás!
El dormitorio está frío, como toda la casa, y el silencio retumba en mis oídos, tomo el rosario y comienzo a rezar.
En otros tiempos la casa estaba llena de algarabía, nuestros hijos corrían por los corredores, y el jardín siempre lleno de rosas, las hortensias brotaban por todas partes, y la mesa de nuestro comedor siempre estaba con niños a la hora del té.
¿ Cuándo comenzó este silencio? ¿ En qué momento se secaron nuestras bocas, tal cuál se secaron las hortensias y quedó mudo el campanario del reloj?
Ricardo, eras tan apuesto, tan gallardo, siempre con la sonrisa en los labios y ahora tus mejillas hundidas y tus ojos secos ya nada ven. Lo que más doloroso me resulta con los años, es tu silencio, nada te interesa, decidiste no hablar y yo para no incomodarte me hice tu cómplice.
En esta casa grande donde todo nos queda lejos, hasta nuestros encuentros se perdieron, tal cuál se perdió la juventud.
Los hijos se fueron, uno tras otro y de pronto nos vimos solos. Fue una pena que Dios nos diera sólo varones, quizás si hubiera llegado una niña, ella estaría hoy con nosotros. Los muchachos se enamoran, se casan y se olvidan de sus padres.
Recuerdo el día que Vicente, el menor nos anunció que se trasladaba fuera del país. Cuanto te alegraste de ello, ya que dijiste significaba un gran avance en su carrera, pero al pasar el tiempo, nos dimos cuenta que ya no volvería y nos fuimos conformando, soñando con la navidad para verlos.
El pavo y el champán en los primeros años, siempre estaba listo, por si alguno de ellos llegaba a saludarnos y darnos esa alegría, pero como no sucedió, nos fuimos apagando, nada dijimos y el silencio se llevó nuestras voces.
Tu silueta se fue encorvando y cada día te noto más lento, tus manos temblorosas ya no son capaces de peinarte, por eso en las mañanas , apenas sale el sol, ese sol que nunca entra a nuestra casa, vas al vestíbulo y te colocas la boina. Te miro a lo lejos, y aún así me pareces buen mozo. La nariz aguileña con el azul de tus ojos te dan un aire elegante.
¿Cómo pasó el tiempo, cómo se llevó nuestros hijos...? ¡Ay! Ricardo qué sola me siento, si tan sólo pudieras mirarme y ver que estoy sufriendo, pero tu propia pena, no te deja verlo.
Hoy amaneció helado, algo más que otros días, te miro de reojo y veo que me miras, ¡me miras!...por un instante he visto un destello, esa mirada de antaño, esa mirada que tanto amaba, me he vuelto coqueta y te he sonreído... balbuceaste mi nombre y fui a tu lado, me tomaste la mano y dijiste:
¿ Usted quién es? Comprendí. En silencio te sonreí y abrigué con la manta tus piernas. Me encamino por el largo pasillo, enciendo luces y busco la novela, esa que nunca terminé de leerte, ahora lo hago, aunque ya no me escuches, la luz del pasillo se hace cada vez más tenue y mi voz también.

Suyai Edith copyright Chile

Evocando


En un instante, tan sólo uno, mi vida se cruzó con la muerte.

Como un haz de locura, una sombra oscura envolvió mi ser.

Fue atrevida y sin ápice de indulgencia, me vi desnuda, desvalida e indefensa.

Agolpándose furiosa la sangre desbocada nubló mi vista.

Un grito de terror ahogó mi llanto, y como un choque de témpanos, sentí crepitar mis huesos. Al alzar la vista, volví a sentir la daga punzante, mi vida escapaba gota a gota, sin embargo no había herida presente.

Un fuego abrasador quemaba mis sienes, una tormenta de nieve congeló mi voz.

El silencio a gritos despertó mi locura, y abrazada, arrodillada, frente a lo que ya no estaba, me estremecí, un susurro ahogado selló mis labios.

Había muerto aquella tarde, mi dolor fluía, y la luna presurosa buscó refugio en una nube que pasaba.

En la sombra de la subrepticia tarde que me llevó al desvarío, oculté mi dolor. Afuera; voces, risas, un mundo que ya no nos pertenecía. Creció mi angustia, ante el hecho consumado, y una ráfaga de viento mi cuerpo ovilló.

Su mano aún tomaba la mía y en sus ojos se fue la luz, inertes quedaron sus labios y un rictus de agonía me dijo adiós. Inmóvil permanecí por muchas horas, atrás quedó su risa, su llanto.

Te fuiste padre mío, aquella triste tarde, hoy al recordarte, vuelvo a morir, como aquel día que te vi partir.

Suyai Edith COPYRIGHT Chile