martes, 20 de septiembre de 2011

Morir un poco.


Madre tenías razón sólo eran leseras, pero eran mías.

Edith Moncada.

Muero un poco cada vez que lo recuerdo. Aquella tarde que perdí tu cobijo, tú que eras mi mejor amigo, el de días intensos, aquellos en que mi alma sólo a ti te confiaba mis más grandes secretos. Tú siempre listo a escucharme en silencio. Fiel atento, sin criticar ni juzgar. Conocías mi esencia, mi alegría y cómo no decirlo escuchaste la historia de mi primer amor, ese amor que llevaba conmigo y que nadie conocía, porque era sólo mío. Eran otros tiempos, y los sentimientos tenían tanta importancia tú estabas ahí para apoyarme y sentir conmigo lo que vivía en esos momentos.

Siempre llegaba a ti cuando me sentía sola, no había otros brazos que me abrazaran como tú. Contenías mi pena, o mis alegrías y me tenías paciencia.

Te conocí a los dieciséis, por motivo de mi cumpleaños, te trajo una amiga y desde ese día nos hicimos inseparables, iba contigo a todas partes.

Grande fue mi tragedia cuando nos mudamos de casa, no apareciste por ninguna parte, te busqué con ahínco, pero no estabas. Habías desaparecidos sin dejar rastro. Empecé a sentirme vacía, morí un poco cada día, más aún en las tardes cuando necesitaba hablarte, tu ausencia marcó mi vida y por mucho tiempo no pude resignarme.

Mi madre al ver que te buscaba con dolor, nada decía, callaba y no miraba mis ojos, quizás comprendiendo que las lágrimas estaban a punto de resbalar por mi triste cara.

Mis hermanos se rían, ellos pequeños no entendían mi pesar. Mi padre, a él simplemente no le importaba.

¿Cómo pude perderte? Si siempre te cuidé con amor. Mi pregunta era siempre la misma y no encontraba respuesta. Muchas noches lloré en silencio escondida en mi cama, porque necesitaba de ti, no otro, sino tú.

Ayer tomando el té con mi cuñada, me dijo: _estuve ayudando a tu mamá a ordenar el cuarto de atrás, ese que está lleno de cachureos, y encontré un libro tuyo, empastado con tapas color café oscuro, las hojas estaban amarillentas con el paso del tiempo, habían fotos tuyas y parece que era tu diario de vida.

_ ¿Mi diario de vida?_ No, debe haber un error, lo perdí cuando nos mudamos al departamento, hace muchísimos años, lo recuerdo muy bien porque lo busqué tanto y nunca apareció.

No dijo ella, era tuyo porque tú mamá dijo que era un secreto, que no te dijera nada, que ahí tu escribías leseras de quinceañera, y habló que ella había tenido que ocultarlo para que te olvidarás de un mal muchacho que a ella nunca le gustó.

Mi libro habías vuelto después de tantos años, y yo sin saber que permanecías oculto en mi propia casa. Mamá, claro que eran leseras de quinceañera, pero sólo era mi mundo, mis pequeñas cosas que me hacían feliz, hoy vuelvo a leerlas y río de mis leseras. Y allí en ese libro una fotografía tuya mi “ Nachito”, mi perro fiel, mi amigo.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Mujer invisible


¿Qué sería de la vida si no tuviésemos

el valor de intentar algo nuevo?

Edith Moncada Monteiro

Sentada en su sillón mullido, viejo con un cojín rojo de felpa, cubierta las piernas con un chal café que había sido de su madre. Ella mujer de apariencia joven, tierna, con esa voz melosa que acaricia al hablar. Sostenía en sus manos el cuaderno también mullido, y de hojas amarillas por el tiempo. Su pelo largo cae por los hombros, pareciera que el maíz tostado se había posado en cada una de sus hebras, el cabello sedoso y brillante demostraba que era bien cuidado. Si tú miras de un costado y vislumbrabas su perfil, veías una mujer hermosa, su perfil delicado, armonioso asemejaba a una frágil muñeca de porcelana.

El cuaderno que Mariana sostiene en sus manos, es un verdadero tesoro. Allí se encuentran momentos de antaño atesorados con amor. Un amor que había traspasado la línea del tiempo.

¿Qué había detenido el tiempo de Mariana?

Es la primogénita, siete mujeres y un varón forman su familia. Su padre hombre de pocas palabras, alto de bigote fino y mandíbulas enjutas. Enviudó muy joven y ella Mariana por ser la mayor se hizo cargo de todo. Por muchos años permaneció angelical, alegre y seductora. Nunca se le vio un mal gesto, un atisbo de cansancio, o una pena escondida, por tal motivo nadie dudaba que Mariana pese a sus cincuenta y cinco años era una mujer feliz.

Una a una sus hermanas se fueron casando. Ella siempre atenta, preparando los detalles, de manera meticulosa, obsesiva sin dejar nada al azar. Para ella sus hermanas y su padre eran motivo de orgullo por eso su vida giraba en torno a ellos, a su bienestar y felicidad.

Hubo un verano, esos días de sol intenso que las horas son tan largas y el tedio a veces te consume. Ella en aquel entonces tenía sólo quince años. Era delgada, seria y de pocas palabras. Su afición eran las letras y la lectura. Le gustaba estar tendida en el pasto leyendo sus novelas románticas. Leía con avidez, devoraba cada página, se imaginaba la heroína y soñaba ser una de ellas. Fue entonces cuando conoció a Ignacio. Una tarde leía ensimismada cuando escuchó detrás de ella crepitar unas ramas, levantó su vista y le vio. Vestía un pantalón beige, una camisa crema y llevaba un libro en sus manos. La miraba con admiración como si hubiese descubierto un hada en pleno bosque. De inmediato nació en ellos una especia de imán, mirarse y enamorase fue cosa de segundos, desde esa tarde sus encuentros fueron ansiados, se necesitaban para escucharse, su amor consistía en escribirse versos. Intercambiaban cuadernos, ella de puño y letra los escribía, al igual que Ignacio.

Sentada hoy en el sofá predilecto, leía aquel cuaderno de hojas amarillas. Habían pasado treinta y cinco años de aquello. Sus ojos nunca delataron su tristeza. Escondió su secreto en aquellos versos que han sido su vida. Cada tarde sus pensamientos se vuelcan al verano de sus quince años.

No fue extraño para nadie de sus hermanas que ella nunca se hubiese casado, en realidad olvidaron que era su hermana, y la vieron como su madre. Y una madre no requiere de novio porque ya está casada.

Ella sin darse cuenta de su edad se fue quedando sola, cada vez más callada en esa gran casa. El padre nunca se acordó que su hija era mujer, qué debía amar, y ser amada. Pero ella no tiene reproches.

Hoy ha decidido buscar a Ignacio, ese joven que ella conociera hace ya tanto tiempo. Pero su mente le dice que eso es imposible, él nunca volvió, y de seguro debe ser quizás a estas alturas abuelo. Entonces Mariana se levanta, sale a caminar por el sendero. Sus pasos la llevan sin darse cuenta al lugar de los encuentros. Su cuaderno, lo tiene aferrado a su pecho. Camina en círculos, una a una va sacando y rompiendo las hojas… abre sus brazos y sonríe, una sutil brisa de otoño la envuelve, siente frío, tiembla y una lágrima rebelde se asoma. Ella la detiene con hidalguía. ¡No más ¡ se dice……sus manos se retuercen nerviosas, la brisa le desordena sus cabellos y sus pasos la llevan lejos, camina lento con una sonrisa en los labios, y ríe ahora es libre. Libre y saldrá al encuentro del destino. Quizás no todo esté perdido quizás allá a lo lejos esté su nueva vida. Camina decidida, abre la puerta, coge una maleta y coloca su ropa, unas cuantas prendas nada más, le bastará para empezar con su propia historia que hoy ha decidido emprender. Nadie ha salido a su encuentro, nadie que le pregunte a dónde va.

A lo lejos se ve una silueta, una mujer alta de pelo largo camina con su maleta, las horas del atardecer la envuelven y la hacen invisible.

Suyai copyright Chile

martes, 6 de septiembre de 2011

Camino de hortensias


Edith Moncada

Tocaron la puerta y me dirigí a abrirla, sentía en mi piel que podía ser él.

La tarde estaba tibia y una suave ráfaga de viento me besó.

Dejé entreabierto el portón por si querías entrar por allí. No se porque razón pensaba que llegarías esta tarde.

Habían pasado muchos años desde el día que te fuiste, y en mi corazón nunca dejé de soñar con el día que regresarías.

Me imaginaba que traías tu camisa azul, esa que te regalé cuando cumpliste veinte años y que tú con tus verdes ojos miraste con tanta emoción, y besando mi cara te alejaste feliz al pueblo, a encontrarte con tu novia.

Esa chiquilla morena de trenzas negras que tanto amabas.

Ella con la belleza de los diecisiete, con su mirada lánguida y voz de miel, te había cautivado. Era tu primer amor, tenías el porte de un águila en vuelo. Y te sentías como tal.

Esa tarde caminaste por el sendero de las hortensias, donde tu figura la vi desaparecer entre los álamos del camino que te llevó al pueblo, vi tus ojos verdes mirarme con amor. No sospechaba que sería también la última vez, que tendría la felicidad de tenerte a mi lado.

Con el tiempo comprendí y acepté que te habías marchado, pero no entendí el por qué no contármelo. Yo,tu madre te habría entendido. Les habría dado un pedacito de nuestra tierra para ustedes, para que hicieran su nidito, y hasta unos animales les habría puesto en los corrales. ¿Qué te hizo tomar esa cruel decisión, marcharte así sin una palabra, acaso no confiaste en mí, o en tu padre?

No hubo noche que no te esperará con el mate cebado, como a ti te gustaba, el pan calientito en la estufa a leña y el queso con la mantequilla recién hecho.

Los rumores del pueblo vuelan, pronto supimos, se habían casado, y que hasta un niño tenías. Jesús le pusiste, me dijo la madre de María Teresa, tu suegra, que también como yo, lloraba su pena.

El compadre Ramón decía, no llore comadre, verá que los chiquillos vuelven, estos cabros cuando son jóvenes son chúcaros y cuesta domarlos, pero verá como regresan mansitos en un par de años.

Tu padre pobrecito, no resistió. Y los fríos del invierno le llevaron sus fuerzas, pero ahora te digo mi hijito, lo mató la pena.

Se perdía días enteros cabalgando a los campos, no regresaba hasta avanzada la tarde. Soñando encontrarte con las botas de cabalgar puestas.

_Yo nunca le reprocharé nada le decía a todo aquel que por ti le preguntaba._

Pasaron los inviernos Juan y no regresaste, hasta que una tarde tu padre no volvió de su paseo a caballo y fue el compadre Ramón quien salió a buscarlo, encontró su caballo desbocado en el peñasco, allá frente a las “ánimas” ¿te recuerdas? Entonces salieron los hombres a la mañana siguiente al alba, Tu padre se quedó para siempre aguardando tu llegada, desbarrancó y quedó postrado en la grieta de los “MUERTOS”. De allí nadie pudo sacarlo, llegar a ese lugar era una locura. El cura del pueblo hizo misa en su nombre y por su alma. Yo le rezo cada noche un rosario completito para que Dios lo tenga bien resguardado.

Dicen que tienes fortuna y varios hijos, y que hasta auto tienes allá en la capital. ¡Que pasas tan ocupado, por eso no has podido regresar!

Yo nunca pensé que María Teresa, tendría tanto poder sobre ti, sacarte de mi ranchito de esa manera y dejar a su madre para irse a la capital. Tú que eras gallardo. ¿Cómo dejaste que ella decidiera? , pero claro ¡así es el amor! Cuando se apodera de tu cuerpo pierdes toda noción de cordura y ambos se olvidaron de sus raíces. ¿ De dónde sacó ella, esa ganas de ser señora de ciudad?

Mi corazón me dice que esta tarde volverás, siento en el aire tu presencia. Si hasta los aromos se adelantaron y te esperan florecidos. ¿Te acuerdas de los caquis?, Están cargados y parecen que esperan que tus niños vengan a cogerlos. Hay tanta fruta acá, que necesitan de niños, ¡de tus niños! Mis nietos.

Juan pídele a María Teresa, tu esposa que me visite, vengan, mi corazón les espera con alegría. Una huerta les tengo preparada con verduras frescas.

Hay dos vacas preñadas y un chancho con sus crías. En el gallinero, las gallinas no dejan de poner sus huevos cada día, hijo: ¡por favor! , no dejes de venir esta primavera.

Doña María Flor, entada en el corredor de su casa espera la llegada de su hijo, su nuera y sus nietos. Sus manos ya gastadas y deformes por el reumatismo se retuercen con torpeza, y sus ojos vidriosos creen ver por el sendero de las hortensias, la llegada de ellos. Se levanta de su silla y sale al encuentro.

Su compadre Ramón, viene cabalgando y trae en sus manos un telegrama, es de su hijo Juan, llega mañana.

María Flor, esa noche se acuesta contenta. Tiene el comedor preparado, varios floreros con rosas y hortensias. En el corredor un animal cuelga. Listo para el asado, cuando su hijo y su familia lleguen.

Los peones ya saben y tiene la chicha dispuesta. Mañana en la casa habrá una gran fiesta.

La noche se ha posado sobre la casa paterna, el fuego está encendido, la salamandra ruge de contenta. Los gatos duermen bajo el mesón de la cocina.

En su cama doña María flor reza, dando gracias por la llegada que tanto espera. Afuera los perros atentos vigilan.

Las hortensias abundan por el camino donde un día Juan, nunca más sobre sus pasos volviera.

Son las siete de la mañana, el sol ya está alumbrando la hacienda. Los pájaros vuelan de árbol en árbol, las codornices abundan y las mariposas pintan la bella primavera. La casa se ha vestido hoy de fiesta.

Los ojos de María Flor descansan, su cuerpo aún tibio no siente el beso de Juan en sus mejillas. Ha vuelto y su madre descansa la siesta eterna. En su cara se refleja la paz que deja al alma cuando un hijo regresa.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Fina lluvia al ocaso


Fina lluvia al ocaso Edith Moncada

Crepitaron sus siluetas bajo la lluvia

del ocaso.



Cuando se vieron, quedó perpleja. Sin duda ese no era su José. Se parecía, tenía su altura, sus ojos, su mirada…pero no era la misma persona. Se sonrieron, ninguno dijo nada con respecto a cómo se veían. Claro que eran ellos, los de antaño. ¿Los mismos? ¡No! Su corazón lo supo su alma lo comprendía. El tiempo es inefable.

¿Cuándo su pelo se cubrió de hilos de seda? ¿En qué tristezas sus ojos se habían marchitado?

Y sin embargo su voz, se escuchaba igual. Aquella voz de ayer. ¿Cómo no recordarla? La había imaginado y acompañado tantos inviernos y primaveras cuando de la nada surgía su nombre.

¿Acompañado? ¡Qué locura es esa! Nunca más supo de él, ni tampoco de sus alegrías ni menos de sus tristezas. Su recuerdo en un tiempo era tormentoso, no la dejaba tranquila, por más que ella se fundía en otros pensamientos, brotaba como agua fresca. Alegre, feliz por las calles del barrio. Su caminar era airoso, altivo, y más de alguna vez le había oído en un susurro burlón que desapareciera. (Ella, había llorado)

Muchacho de mirada seductora, se sabía amado, y ella no sería jamás una de aquellas que le cerraban los ojitos y sucumbían.

Ahora ya no era el muchachito soberbio, gallardo y conquistador. Ella tampoco la misma. Sus ojos se miraron y se sonrieron. Caminó segura como si lo hubiese visto por última vez ayer. El temblaba. Y ella no le daba importancia.

El le sonreía, le hablaba...ella sorda…pero escuchaba.

Por primera vez en tanto tiempo, se volvían a ver. Ella en su mundo divagaba. Y pensar que mis ojos le lloraron tantas veces. Y pensar que mis labios pronunciaron su nombre cuando no debían. Y la vida me lo devuelve como una hoja marchita que el viento de otoño la hace crepitar oscilante ante mis ojos, frente a frente y yo sostengo erguida la mirada.

Lo siente cansado, desdibujado y su pensamiento la transporta a otras tardes. Ella saliendo del liceo. Él esperándola. Caminando tomados de la mano por aquella avenida, riendo, amando en esos días de eterna primavera.

La tarde se puso gris, una bruma espesa comenzó a poblarlo todo. De pronto se vio vestida de uniforme, su pelo largo le cubría los hombros cayendo en cascada por la espalda. Su risa de muchacha poblaba la ciudad...

Sus labios le besaban, le besaban tanto que todo era un beso, beso de calles, de árboles que salían al paso, sus labios apretaban, quemaban y la hacían apartarlo. Luego sumisa lo cobijaba aún más, para seguir besándolo. La bruma de la noche caía sobre ellos.

Una mano que toma la suya la saca de sus cavilaciones. José la mira y se acerca despacio, tan despacio…y cerrando los ojos, corresponde a su beso. Lo atrapa, lo envuelve, ahora es ella quien tiene el dominio. Lo encarcela a sus labios susurrando. El abrazo los apresa y los deja sumidos en un dulce recuerdo. Se apartan y sus ojos se miran estupefactos, sonríen. Tiemblan. ( No saben que son ancianos)

Una fina lluvia les moja el pelo, la cara, los ojos, los labios; empapados corren a buscar refugio, van abrazados. Sus ojos no distinguen la lluvia de las Lágrimas, ambos no saben que están llorando. Sus almas se han encontrado en el ocaso. Ella con su pelo mojado, un chirrido de bocinas y luces volando…La lluvia fina sobre sus cuerpos que han caído anudados, abruptamente. La gente observando atónitos. Aparecieron de improviso decía el chofer del auto. Sus manos entrelazadas y sus cuerpos inertes bajo la lluvia. Una sonrisa abunda en los labios de ambos.


Suyai 2011 Chile copyright D/ R