viernes, 14 de octubre de 2011

La Golondrina y el prisionero


Edith Moncada Monteiro
Desde entonces pareció más preocupada y como
disgustada de mí. Se instalaba muy lejos en la
sombra, tal cual como si yo le causara un profundo
desagrado.

De la tristeza del olvido, he vuelto al presente, queriendo dejar inútilmente en el ayer todo aquello que a mi alma hiere, socaba, aprisiona en la cárcel de sus ojos tiranos. Suspiros, murmullos, voces dolientes, besos que acallaron mi aliento, su boca que buscó la mía para dejarme inmerso en esos labios que olvidar no puedo, ni podré nunca.

La hiedra cubrirá la ventana aquella que me tiene prisionero, esperando, soñando ver llegar una silueta esa que fue esquiva y traicionera. Sus ojos y su voz aún les recuerdo. ¿Cómo no esperarla si fueron mi sustento? Larga espera en la que se llevó mi ser dejándome prisionero.

Ella, la Golondrina. Yo, su prisionero.

Ella, mujer indolente y sin piedad, no trepidó, ni dudó en hacerlo su presa, dejándolo atrapado en su red. Él, pobre insulso, ingenuo nunca conoció mujer que no fuese ella, no vio otros ojos que le miraran con el fuego desprendido de sus pupilas. Esos oídos que escuchaban atentos lo que el tocase en noches postreras. Lo atrapó dejándolo sin voluntad, se encontró en sus brazos, bebió la miel embriagando su sed, con vehemencia. De su alma brotó la pasión, el candor y lo sublime lo envolvió. Su corazón que no había sido de nadie, sucumbió, no pudo aquietarse, y cómo un corcel desbocado, cabalgó por el valle del placer y del amor, que se brindaba así de improviso aquella la única noche que tuviera.

Sus ojos altaneros y su voz autoritaria desaparecieron. Se brindaba con generosidad. Sus labios buscaron los de él y en ese agitar de cuerpos, no hubo prudencia. Ciego, aturdido no lograba comprender y no lograría jamás comprenderlo.

Ella mujer diosa, se había abalanzado para arrebatarle de un sorbo la paz. La sangre alborotada, las manos trémulas y temblando se brindó completo, su boca vació en ella la pasión nunca antes vivida. Jadeante, embelesado ante la dicha de lo inesperado se hicieron el amor, como si en ese instante el amor se lo hiciera a ellos, fue una bendición. Los cuerpos al unirse fueron uno sólo. Al fundirse, ella cogió de él, lo único que le importaba. El ignorante de su condición quedo cautivo. Cuando todo fue consumado, quieto ya el mundo, volviendo con sus horas lentas. Ella lo apartó fría, desapareciendo. Otra vez era flor de mármol.

Comenzó su prisión, encarcelado. Su alma no comprendía su destino.

Esperó paciente una mirada, una palabra, un gesto. El aceptaría todo jamás la pondría en evidencia. Me ama se decía, debo respetar su silencio, su lejanía. Me brindó su amor, cual mariposa frágil revoleteo a mi alrededor y su fragilidad y hermosura son la razón, la única razón de mi existencia.

Lágrimas ocultas y angustia que corroe se apoderaron de sus sentidos. Había sido el puente, sólo eso, pero su corazón se consolaba repitiéndose: yo soy aquel que le dio lo que el otro no pudo .De mí, tal cual soy calvo y feo, se llevó la luz que le permitirá vivir hasta el último de sus días con lo que yo le he brindado; un hijo, nuestro hijo. Qué importa que mis manos y mi voz nunca puedan acariciarle. Ella golondrina que emigra sin hacer nido, fue mía. La tuve y se llevó mi semilla, aunque jamás nadie pueda saberlo, lo se yo, y lo sabe ella. Con eso mi prisión es mi cárcel bendecida, aunque nunca más pueda tocarla, y nunca más pueda acariciarla, una noche fue mía.


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