miércoles, 28 de diciembre de 2011

Camino a la libertad


Lentas caían las horas sobre el umbral. Oscuridad completa, el silencio la única compañía. No había nada que esperar. La noche ya estaba en su apogeo. En un rincón el hombre permanecía agazapado. Sus ojos brillaban como conejo. Sus manos entrelazadas, crispadas llenas de hollín, se confundían en un crepitar de huesos. Los nudillos sonaban cada vez que los hacía crujir. En sus labios finos, delgados, una mezcla de dolor, rabia y miedo. Llevaba horas allí, esperando. Su figura enjuta, desgarbada le daba un aire de asesino al acecho.
¿Qué esperaba? ¿Hasta cuando permanecería allí?
Cuando la claridad del alba comenzó a dejar atrás la noche, sus ojos vislumbraron la casona. Y en ese silencio de las horas muertas, cuando los cuerpos duermen y el alma descansa, comenzó a observar. Tocó suavemente el portón, pero este permanecía cerrado, avanzó unos pasos y encontró un pasillo, especie de camino lateral de tierra, ingresó a el sigilosamente y su asombro fue enorme cuando comprendió que era un convento. ¿Cómo lo supo?
Por un camino empedrado que llevaba a una fuente, una monja barría el patio. Se percibía un aroma a madreselvas, y la quietud del lugar lo envolvió. Suspiró aliviado, estaba a salvo. Llevaba siete días caminando, había abandonado la mina y el hambre hacía sonar sus tripas. Avanzó con sigilo para no ser visto, si la monja lo veía de seguro gritaría. Su aspecto era deplorable, y ella se asustaría.
Decidió detenerse, esperaría el momento oportuno para hablarle y pedirle un vaso de agua o leche caliente, sí, eso le haría bien, luego seguiría su camino hasta su aldea, decido a no volver a las canteras.
Se acurrucó en la alambrada, y abandonó su cuerpo ya tranquilo sabiendo que estaba en lugar seguro. La espera lo tumbó y se quedó dormido.
Serían las once de la mañana cuando despertó con un ruido. Sus ojos no alcanzaron a ver lo que venía. De un zarpazo el hacha cayó en su regazo, quedó incrustada y un líquido violáceo comenzó a salir a borbotones. Un grito y otro grito escapaban de una boca pequeña. Cuando las monjas llegaron no había nada qué hacer. El hombre balbuceaba “Un vaso de leche” Sor Bernardita al ver el bulto había dejado caer el hacha, que en ese momento llevaba a la leñera, con tan mala suerte que ésta cayó en el estómago de aquel enjuto hombre que huía a su libertad.
Suyai Chile

lunes, 21 de noviembre de 2011

Sabor a miel


Edith Moncada.

Camina bajo la lluvia, siente que su corazón se va a desbordar, late apresuradamente, lágrimas que ruedan, se confunden con la lluvia. Sus manos no las siente. Arruga con fuerza la foto, sucia y ajada. Ahora las letras se han borrado, pero ella recuerda muy bien lo que estaba escrito. “Para que nunca se te olvide”

Había salido corriendo como loca, sin rumbo. Bajó los doce pisos sin darse cuenta, salió del edificio y caminó, caminó pensando que él vendría detrás de ella. No quería voltear la cabeza. Sus latidos le oprimían el corazón, a ratos pensó que no podría seguir, imaginaba que él la tomaría por los hombros y le diría ; eso es historia añeja, es el pasado, no sufras por algo que ya pasó. Llegó a la avenida Central. Las luces de los autos y los bocinazos le hicieron comprender que hacía rato que deambulaba. Era media tarde cuando había encontrado esa foto en el libro que sin querer sacó de la biblioteca, en el departamento de José Luis. No podía entender porque la conservaba, si había terminado con ella hace dos años atrás. Ella era su novia ahora, y él decía amarla

En la esquina de José Miguel Carrera, a una distancia de unas veinte cuadras del edificio donde salió desesperada y llorando por aquel inusitado descubrimiento, se dejó caer. No vino tras ella y su dolor aumentó.

Ahora de golpe comprende, las tardes que él no aparecía, los silencios largos y pesados que se producían sin motivo. La amaba, seguro que aún la amaba, y tal vez, ella sólo era un escape a su tristeza, porque ella sabía muy bien que Laura, se había casado apenas unos meses después que ellos terminaran. Su pensamiento la llevo a una conclusión que la intranquilizó.

En su mente evoca la foto con rabia Laura y José Luis abrazados. Lo que más le dolía, era lo que decía; “Para que NUNCA me olvides”. la pena le asomó por toda su piel, y en aquel momento su mente sólo repetía: ¡Maldita, maldita.!

Volvió sobre sus pasos, en actitud altiva .Regresó al departamento se decía,” No me dejaré vencer”.

Un olor a café recién preparado le hizo comprender que José Luis, no había dado importancia al asunto. Entró y mirando directo a los ojos le dijo: “Quiero que la rompas delante de mí y si no quieres hacerlo, lo hago yo.” Él sonriendo le toma las manos, su aroma la envuelve, olía a bosque encantado, ese aroma que a ella le embriaga. Se acerca a tomar la foto arrugada, la besa apasionadamente, sus labios y los de José Luis sabían a miel.

martes, 18 de octubre de 2011

Quimeras al viento


En la placidez de la tarde, su

alma se durmió para siempre.

Suyai ( Edith Moncada )

Los esposos González_ Riquelme, han vivido juntos por más de sesenta años. Se casaron después de un romance de tres meses. Porque siempre supieron que sus vidas estaban entrelazadas por el amor. Ella mujer distinguida de estatura elegante, sonriente, afable, había cautivado a José desde el primer día de haberse conocido. A él le fascinó su mirada desafiante, atrevida y ese rictus de picardía que tenían sus labios gruesos de color carmesí. Él hombre de pocas palabras, algo tímido, se sintió seducido con la personalidad alegre y avasalladora de Eloísa. Su matrimonio ha sido como un jardín de rosas, donde hay que podarlas con amor y delicadeza. Nunca nadie les vio disgustados.

Ahora, después de todos estos años en armonía ocurría lo imprevisto. Desde hace días que Eloísa estaba decaída, sus ojos denotaban cansancio y sus labios ya habían perdido toda picardía. José pensó que los años estaban surcando su huella. Hasta la voz alegre de Eloísa se había tornado quejumbrosa. Esta tarde hablaría con ella, en la hora del té, pensó para sí mismo.

_ Mire Eli, desde hace días que la observo, y la noto distinta. ¿Quiere contarme cómo se siente?

_José, ¡alcánceme el azúcar, por favor!

_ ¿Parece cansada. ¿Quiero saber si lo está?

_ ¿Se ha fijado José, que el té ya no tiene sabor? ¡Cada vez lo noto más desabrido!.

_ Lo he notado, compraremos del té inglés, se que a usted nunca le ha gustado este

sistema del té en bolsita.

_ ¡Me alegra que se de cuenta! ¡No resisto este sabor insípido!

_ ¿Le traigo un chal Eli?, está pálida esta tarde.

_ ¡No es nada!, sólo he tenido escalofríos, parece que mi estómago está

resentido. ¡Estoy segura que se debe al té con este mal sabor!

_ Hace calor aún, y la tarde no refresca hasta la noche._ dice José.

_SÍ, ahora en este mismo instante quisiera acostarme José, dejemos esta conversación para otro día. Me siento cansada.

Cuando Eloísa se pone de pie, él le ayuda. Le retira la silla. La mujer toma su bastón, y avanza por la galería en dirección al dormitorio. José observa. No probó bocado, allí quedaron las galletitas de chuño sus preferidas. Se sienta pensativo y decide llamar al médico. Mañana debería saber lo que sucede con Eloísa.

Una suave brisa acarició los jazmines en flor, en el patio de la casa. Aún no oscurecía.

Al día siguiente con la visita del doctor, Eloísa se puso de mal humor. Molesta, decía en voz alta que José exageraba. El médico sonreía y anotaba exámenes, fijando la hora para que accediera lo antes posible a realizarlos.

Después de algunos días los resultados estuvieron listos.

Es una mala noticia, le había dicho el médico cuando José, lo visitó en su estudio. Eloísa tenía cáncer al estómago muy avanzado. El desesperado le pidió al médico que no le dijera la gravedad a su esposa.

De regreso a su casa, iba pensando en las palabras del doctor, las repasaba una por una y su alma se recogía de dolor.

No hay nada qué hacer. Operarla no es posible, debido a lo avanzado del cáncer y a su edad. José, ella lo sabrá, apenas empiecen los malestares había dicho. Pero él en su corazón se repetía, no debe saberlo, yo la cuidaré día a día. Mi Eloísa no sabrá lo mal que está. Voy a cuidarla, quizás logré eliminar este mal.

No es posible José, sólo podremos aliviar sus dolores con morfina. Las palabras del doctor, martillaban sus sienes, sentía que el pecho se iba a reventar, su corazón acongojado le hizo caminar lento.

Doctor, yo haré que mi esposa no sufra. La atenderé con tanto cariño que no se dará cuenta de su enfermedad, se lo prometo. ¡Por favor! no le digamos nada. Habían sido sus palabras…

El doctor le había mirado con simpatía y admiración. Los conocía de años, y comprendió que era mejor dejar hacer lo que él decía. José le había prometido cuidarla, él pensaba que quizás con sus cuidados y atenciones lograría sobrevivir un tiempo más.

El medico había dicho no será más de dos o tres meses.

A los días siguientes. Sentados en la terraza, ella lo mira con sus ojos verdes esmeralda que ya han perdido su brillo.

_ ¿Te encuentras bien?_ dijo él

_Si, me encuentro bien_ dijo ella con una voz rasgada.

_ ¿Quieres que te lea la segunda parte de "Quimeras al viento"

_ Sí._ dijo ella y cerró sus ojos disfrutando la lectura.

Me sumerjo en la bruma y desaparezco en ella_ lee José.

_ ¿Sigo Eli?... ¿Te sientes bien?

_ De maravilla- dice ella. Sigue ¡por favor!.

_ Entonces su voz se fue perdiendo en la bruma igual que su silueta..._Leía José.

Cuando José terminó de leer. Ella sonreía. De su boca había escapado un suspiro, una sutil sonrisa se depositó en sus labios, dormía el sueño eterno. Su pelo blanco flameaba al viento, mientras su mano no soltaba la de José.

viernes, 14 de octubre de 2011

La Golondrina y el prisionero


Edith Moncada Monteiro
Desde entonces pareció más preocupada y como
disgustada de mí. Se instalaba muy lejos en la
sombra, tal cual como si yo le causara un profundo
desagrado.

De la tristeza del olvido, he vuelto al presente, queriendo dejar inútilmente en el ayer todo aquello que a mi alma hiere, socaba, aprisiona en la cárcel de sus ojos tiranos. Suspiros, murmullos, voces dolientes, besos que acallaron mi aliento, su boca que buscó la mía para dejarme inmerso en esos labios que olvidar no puedo, ni podré nunca.

La hiedra cubrirá la ventana aquella que me tiene prisionero, esperando, soñando ver llegar una silueta esa que fue esquiva y traicionera. Sus ojos y su voz aún les recuerdo. ¿Cómo no esperarla si fueron mi sustento? Larga espera en la que se llevó mi ser dejándome prisionero.

Ella, la Golondrina. Yo, su prisionero.

Ella, mujer indolente y sin piedad, no trepidó, ni dudó en hacerlo su presa, dejándolo atrapado en su red. Él, pobre insulso, ingenuo nunca conoció mujer que no fuese ella, no vio otros ojos que le miraran con el fuego desprendido de sus pupilas. Esos oídos que escuchaban atentos lo que el tocase en noches postreras. Lo atrapó dejándolo sin voluntad, se encontró en sus brazos, bebió la miel embriagando su sed, con vehemencia. De su alma brotó la pasión, el candor y lo sublime lo envolvió. Su corazón que no había sido de nadie, sucumbió, no pudo aquietarse, y cómo un corcel desbocado, cabalgó por el valle del placer y del amor, que se brindaba así de improviso aquella la única noche que tuviera.

Sus ojos altaneros y su voz autoritaria desaparecieron. Se brindaba con generosidad. Sus labios buscaron los de él y en ese agitar de cuerpos, no hubo prudencia. Ciego, aturdido no lograba comprender y no lograría jamás comprenderlo.

Ella mujer diosa, se había abalanzado para arrebatarle de un sorbo la paz. La sangre alborotada, las manos trémulas y temblando se brindó completo, su boca vació en ella la pasión nunca antes vivida. Jadeante, embelesado ante la dicha de lo inesperado se hicieron el amor, como si en ese instante el amor se lo hiciera a ellos, fue una bendición. Los cuerpos al unirse fueron uno sólo. Al fundirse, ella cogió de él, lo único que le importaba. El ignorante de su condición quedo cautivo. Cuando todo fue consumado, quieto ya el mundo, volviendo con sus horas lentas. Ella lo apartó fría, desapareciendo. Otra vez era flor de mármol.

Comenzó su prisión, encarcelado. Su alma no comprendía su destino.

Esperó paciente una mirada, una palabra, un gesto. El aceptaría todo jamás la pondría en evidencia. Me ama se decía, debo respetar su silencio, su lejanía. Me brindó su amor, cual mariposa frágil revoleteo a mi alrededor y su fragilidad y hermosura son la razón, la única razón de mi existencia.

Lágrimas ocultas y angustia que corroe se apoderaron de sus sentidos. Había sido el puente, sólo eso, pero su corazón se consolaba repitiéndose: yo soy aquel que le dio lo que el otro no pudo .De mí, tal cual soy calvo y feo, se llevó la luz que le permitirá vivir hasta el último de sus días con lo que yo le he brindado; un hijo, nuestro hijo. Qué importa que mis manos y mi voz nunca puedan acariciarle. Ella golondrina que emigra sin hacer nido, fue mía. La tuve y se llevó mi semilla, aunque jamás nadie pueda saberlo, lo se yo, y lo sabe ella. Con eso mi prisión es mi cárcel bendecida, aunque nunca más pueda tocarla, y nunca más pueda acariciarla, una noche fue mía.


martes, 20 de septiembre de 2011

Morir un poco.


Madre tenías razón sólo eran leseras, pero eran mías.

Edith Moncada.

Muero un poco cada vez que lo recuerdo. Aquella tarde que perdí tu cobijo, tú que eras mi mejor amigo, el de días intensos, aquellos en que mi alma sólo a ti te confiaba mis más grandes secretos. Tú siempre listo a escucharme en silencio. Fiel atento, sin criticar ni juzgar. Conocías mi esencia, mi alegría y cómo no decirlo escuchaste la historia de mi primer amor, ese amor que llevaba conmigo y que nadie conocía, porque era sólo mío. Eran otros tiempos, y los sentimientos tenían tanta importancia tú estabas ahí para apoyarme y sentir conmigo lo que vivía en esos momentos.

Siempre llegaba a ti cuando me sentía sola, no había otros brazos que me abrazaran como tú. Contenías mi pena, o mis alegrías y me tenías paciencia.

Te conocí a los dieciséis, por motivo de mi cumpleaños, te trajo una amiga y desde ese día nos hicimos inseparables, iba contigo a todas partes.

Grande fue mi tragedia cuando nos mudamos de casa, no apareciste por ninguna parte, te busqué con ahínco, pero no estabas. Habías desaparecidos sin dejar rastro. Empecé a sentirme vacía, morí un poco cada día, más aún en las tardes cuando necesitaba hablarte, tu ausencia marcó mi vida y por mucho tiempo no pude resignarme.

Mi madre al ver que te buscaba con dolor, nada decía, callaba y no miraba mis ojos, quizás comprendiendo que las lágrimas estaban a punto de resbalar por mi triste cara.

Mis hermanos se rían, ellos pequeños no entendían mi pesar. Mi padre, a él simplemente no le importaba.

¿Cómo pude perderte? Si siempre te cuidé con amor. Mi pregunta era siempre la misma y no encontraba respuesta. Muchas noches lloré en silencio escondida en mi cama, porque necesitaba de ti, no otro, sino tú.

Ayer tomando el té con mi cuñada, me dijo: _estuve ayudando a tu mamá a ordenar el cuarto de atrás, ese que está lleno de cachureos, y encontré un libro tuyo, empastado con tapas color café oscuro, las hojas estaban amarillentas con el paso del tiempo, habían fotos tuyas y parece que era tu diario de vida.

_ ¿Mi diario de vida?_ No, debe haber un error, lo perdí cuando nos mudamos al departamento, hace muchísimos años, lo recuerdo muy bien porque lo busqué tanto y nunca apareció.

No dijo ella, era tuyo porque tú mamá dijo que era un secreto, que no te dijera nada, que ahí tu escribías leseras de quinceañera, y habló que ella había tenido que ocultarlo para que te olvidarás de un mal muchacho que a ella nunca le gustó.

Mi libro habías vuelto después de tantos años, y yo sin saber que permanecías oculto en mi propia casa. Mamá, claro que eran leseras de quinceañera, pero sólo era mi mundo, mis pequeñas cosas que me hacían feliz, hoy vuelvo a leerlas y río de mis leseras. Y allí en ese libro una fotografía tuya mi “ Nachito”, mi perro fiel, mi amigo.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Mujer invisible


¿Qué sería de la vida si no tuviésemos

el valor de intentar algo nuevo?

Edith Moncada Monteiro

Sentada en su sillón mullido, viejo con un cojín rojo de felpa, cubierta las piernas con un chal café que había sido de su madre. Ella mujer de apariencia joven, tierna, con esa voz melosa que acaricia al hablar. Sostenía en sus manos el cuaderno también mullido, y de hojas amarillas por el tiempo. Su pelo largo cae por los hombros, pareciera que el maíz tostado se había posado en cada una de sus hebras, el cabello sedoso y brillante demostraba que era bien cuidado. Si tú miras de un costado y vislumbrabas su perfil, veías una mujer hermosa, su perfil delicado, armonioso asemejaba a una frágil muñeca de porcelana.

El cuaderno que Mariana sostiene en sus manos, es un verdadero tesoro. Allí se encuentran momentos de antaño atesorados con amor. Un amor que había traspasado la línea del tiempo.

¿Qué había detenido el tiempo de Mariana?

Es la primogénita, siete mujeres y un varón forman su familia. Su padre hombre de pocas palabras, alto de bigote fino y mandíbulas enjutas. Enviudó muy joven y ella Mariana por ser la mayor se hizo cargo de todo. Por muchos años permaneció angelical, alegre y seductora. Nunca se le vio un mal gesto, un atisbo de cansancio, o una pena escondida, por tal motivo nadie dudaba que Mariana pese a sus cincuenta y cinco años era una mujer feliz.

Una a una sus hermanas se fueron casando. Ella siempre atenta, preparando los detalles, de manera meticulosa, obsesiva sin dejar nada al azar. Para ella sus hermanas y su padre eran motivo de orgullo por eso su vida giraba en torno a ellos, a su bienestar y felicidad.

Hubo un verano, esos días de sol intenso que las horas son tan largas y el tedio a veces te consume. Ella en aquel entonces tenía sólo quince años. Era delgada, seria y de pocas palabras. Su afición eran las letras y la lectura. Le gustaba estar tendida en el pasto leyendo sus novelas románticas. Leía con avidez, devoraba cada página, se imaginaba la heroína y soñaba ser una de ellas. Fue entonces cuando conoció a Ignacio. Una tarde leía ensimismada cuando escuchó detrás de ella crepitar unas ramas, levantó su vista y le vio. Vestía un pantalón beige, una camisa crema y llevaba un libro en sus manos. La miraba con admiración como si hubiese descubierto un hada en pleno bosque. De inmediato nació en ellos una especia de imán, mirarse y enamorase fue cosa de segundos, desde esa tarde sus encuentros fueron ansiados, se necesitaban para escucharse, su amor consistía en escribirse versos. Intercambiaban cuadernos, ella de puño y letra los escribía, al igual que Ignacio.

Sentada hoy en el sofá predilecto, leía aquel cuaderno de hojas amarillas. Habían pasado treinta y cinco años de aquello. Sus ojos nunca delataron su tristeza. Escondió su secreto en aquellos versos que han sido su vida. Cada tarde sus pensamientos se vuelcan al verano de sus quince años.

No fue extraño para nadie de sus hermanas que ella nunca se hubiese casado, en realidad olvidaron que era su hermana, y la vieron como su madre. Y una madre no requiere de novio porque ya está casada.

Ella sin darse cuenta de su edad se fue quedando sola, cada vez más callada en esa gran casa. El padre nunca se acordó que su hija era mujer, qué debía amar, y ser amada. Pero ella no tiene reproches.

Hoy ha decidido buscar a Ignacio, ese joven que ella conociera hace ya tanto tiempo. Pero su mente le dice que eso es imposible, él nunca volvió, y de seguro debe ser quizás a estas alturas abuelo. Entonces Mariana se levanta, sale a caminar por el sendero. Sus pasos la llevan sin darse cuenta al lugar de los encuentros. Su cuaderno, lo tiene aferrado a su pecho. Camina en círculos, una a una va sacando y rompiendo las hojas… abre sus brazos y sonríe, una sutil brisa de otoño la envuelve, siente frío, tiembla y una lágrima rebelde se asoma. Ella la detiene con hidalguía. ¡No más ¡ se dice……sus manos se retuercen nerviosas, la brisa le desordena sus cabellos y sus pasos la llevan lejos, camina lento con una sonrisa en los labios, y ríe ahora es libre. Libre y saldrá al encuentro del destino. Quizás no todo esté perdido quizás allá a lo lejos esté su nueva vida. Camina decidida, abre la puerta, coge una maleta y coloca su ropa, unas cuantas prendas nada más, le bastará para empezar con su propia historia que hoy ha decidido emprender. Nadie ha salido a su encuentro, nadie que le pregunte a dónde va.

A lo lejos se ve una silueta, una mujer alta de pelo largo camina con su maleta, las horas del atardecer la envuelven y la hacen invisible.

Suyai copyright Chile

martes, 6 de septiembre de 2011

Camino de hortensias


Edith Moncada

Tocaron la puerta y me dirigí a abrirla, sentía en mi piel que podía ser él.

La tarde estaba tibia y una suave ráfaga de viento me besó.

Dejé entreabierto el portón por si querías entrar por allí. No se porque razón pensaba que llegarías esta tarde.

Habían pasado muchos años desde el día que te fuiste, y en mi corazón nunca dejé de soñar con el día que regresarías.

Me imaginaba que traías tu camisa azul, esa que te regalé cuando cumpliste veinte años y que tú con tus verdes ojos miraste con tanta emoción, y besando mi cara te alejaste feliz al pueblo, a encontrarte con tu novia.

Esa chiquilla morena de trenzas negras que tanto amabas.

Ella con la belleza de los diecisiete, con su mirada lánguida y voz de miel, te había cautivado. Era tu primer amor, tenías el porte de un águila en vuelo. Y te sentías como tal.

Esa tarde caminaste por el sendero de las hortensias, donde tu figura la vi desaparecer entre los álamos del camino que te llevó al pueblo, vi tus ojos verdes mirarme con amor. No sospechaba que sería también la última vez, que tendría la felicidad de tenerte a mi lado.

Con el tiempo comprendí y acepté que te habías marchado, pero no entendí el por qué no contármelo. Yo,tu madre te habría entendido. Les habría dado un pedacito de nuestra tierra para ustedes, para que hicieran su nidito, y hasta unos animales les habría puesto en los corrales. ¿Qué te hizo tomar esa cruel decisión, marcharte así sin una palabra, acaso no confiaste en mí, o en tu padre?

No hubo noche que no te esperará con el mate cebado, como a ti te gustaba, el pan calientito en la estufa a leña y el queso con la mantequilla recién hecho.

Los rumores del pueblo vuelan, pronto supimos, se habían casado, y que hasta un niño tenías. Jesús le pusiste, me dijo la madre de María Teresa, tu suegra, que también como yo, lloraba su pena.

El compadre Ramón decía, no llore comadre, verá que los chiquillos vuelven, estos cabros cuando son jóvenes son chúcaros y cuesta domarlos, pero verá como regresan mansitos en un par de años.

Tu padre pobrecito, no resistió. Y los fríos del invierno le llevaron sus fuerzas, pero ahora te digo mi hijito, lo mató la pena.

Se perdía días enteros cabalgando a los campos, no regresaba hasta avanzada la tarde. Soñando encontrarte con las botas de cabalgar puestas.

_Yo nunca le reprocharé nada le decía a todo aquel que por ti le preguntaba._

Pasaron los inviernos Juan y no regresaste, hasta que una tarde tu padre no volvió de su paseo a caballo y fue el compadre Ramón quien salió a buscarlo, encontró su caballo desbocado en el peñasco, allá frente a las “ánimas” ¿te recuerdas? Entonces salieron los hombres a la mañana siguiente al alba, Tu padre se quedó para siempre aguardando tu llegada, desbarrancó y quedó postrado en la grieta de los “MUERTOS”. De allí nadie pudo sacarlo, llegar a ese lugar era una locura. El cura del pueblo hizo misa en su nombre y por su alma. Yo le rezo cada noche un rosario completito para que Dios lo tenga bien resguardado.

Dicen que tienes fortuna y varios hijos, y que hasta auto tienes allá en la capital. ¡Que pasas tan ocupado, por eso no has podido regresar!

Yo nunca pensé que María Teresa, tendría tanto poder sobre ti, sacarte de mi ranchito de esa manera y dejar a su madre para irse a la capital. Tú que eras gallardo. ¿Cómo dejaste que ella decidiera? , pero claro ¡así es el amor! Cuando se apodera de tu cuerpo pierdes toda noción de cordura y ambos se olvidaron de sus raíces. ¿ De dónde sacó ella, esa ganas de ser señora de ciudad?

Mi corazón me dice que esta tarde volverás, siento en el aire tu presencia. Si hasta los aromos se adelantaron y te esperan florecidos. ¿Te acuerdas de los caquis?, Están cargados y parecen que esperan que tus niños vengan a cogerlos. Hay tanta fruta acá, que necesitan de niños, ¡de tus niños! Mis nietos.

Juan pídele a María Teresa, tu esposa que me visite, vengan, mi corazón les espera con alegría. Una huerta les tengo preparada con verduras frescas.

Hay dos vacas preñadas y un chancho con sus crías. En el gallinero, las gallinas no dejan de poner sus huevos cada día, hijo: ¡por favor! , no dejes de venir esta primavera.

Doña María Flor, entada en el corredor de su casa espera la llegada de su hijo, su nuera y sus nietos. Sus manos ya gastadas y deformes por el reumatismo se retuercen con torpeza, y sus ojos vidriosos creen ver por el sendero de las hortensias, la llegada de ellos. Se levanta de su silla y sale al encuentro.

Su compadre Ramón, viene cabalgando y trae en sus manos un telegrama, es de su hijo Juan, llega mañana.

María Flor, esa noche se acuesta contenta. Tiene el comedor preparado, varios floreros con rosas y hortensias. En el corredor un animal cuelga. Listo para el asado, cuando su hijo y su familia lleguen.

Los peones ya saben y tiene la chicha dispuesta. Mañana en la casa habrá una gran fiesta.

La noche se ha posado sobre la casa paterna, el fuego está encendido, la salamandra ruge de contenta. Los gatos duermen bajo el mesón de la cocina.

En su cama doña María flor reza, dando gracias por la llegada que tanto espera. Afuera los perros atentos vigilan.

Las hortensias abundan por el camino donde un día Juan, nunca más sobre sus pasos volviera.

Son las siete de la mañana, el sol ya está alumbrando la hacienda. Los pájaros vuelan de árbol en árbol, las codornices abundan y las mariposas pintan la bella primavera. La casa se ha vestido hoy de fiesta.

Los ojos de María Flor descansan, su cuerpo aún tibio no siente el beso de Juan en sus mejillas. Ha vuelto y su madre descansa la siesta eterna. En su cara se refleja la paz que deja al alma cuando un hijo regresa.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Fina lluvia al ocaso


Fina lluvia al ocaso Edith Moncada

Crepitaron sus siluetas bajo la lluvia

del ocaso.



Cuando se vieron, quedó perpleja. Sin duda ese no era su José. Se parecía, tenía su altura, sus ojos, su mirada…pero no era la misma persona. Se sonrieron, ninguno dijo nada con respecto a cómo se veían. Claro que eran ellos, los de antaño. ¿Los mismos? ¡No! Su corazón lo supo su alma lo comprendía. El tiempo es inefable.

¿Cuándo su pelo se cubrió de hilos de seda? ¿En qué tristezas sus ojos se habían marchitado?

Y sin embargo su voz, se escuchaba igual. Aquella voz de ayer. ¿Cómo no recordarla? La había imaginado y acompañado tantos inviernos y primaveras cuando de la nada surgía su nombre.

¿Acompañado? ¡Qué locura es esa! Nunca más supo de él, ni tampoco de sus alegrías ni menos de sus tristezas. Su recuerdo en un tiempo era tormentoso, no la dejaba tranquila, por más que ella se fundía en otros pensamientos, brotaba como agua fresca. Alegre, feliz por las calles del barrio. Su caminar era airoso, altivo, y más de alguna vez le había oído en un susurro burlón que desapareciera. (Ella, había llorado)

Muchacho de mirada seductora, se sabía amado, y ella no sería jamás una de aquellas que le cerraban los ojitos y sucumbían.

Ahora ya no era el muchachito soberbio, gallardo y conquistador. Ella tampoco la misma. Sus ojos se miraron y se sonrieron. Caminó segura como si lo hubiese visto por última vez ayer. El temblaba. Y ella no le daba importancia.

El le sonreía, le hablaba...ella sorda…pero escuchaba.

Por primera vez en tanto tiempo, se volvían a ver. Ella en su mundo divagaba. Y pensar que mis ojos le lloraron tantas veces. Y pensar que mis labios pronunciaron su nombre cuando no debían. Y la vida me lo devuelve como una hoja marchita que el viento de otoño la hace crepitar oscilante ante mis ojos, frente a frente y yo sostengo erguida la mirada.

Lo siente cansado, desdibujado y su pensamiento la transporta a otras tardes. Ella saliendo del liceo. Él esperándola. Caminando tomados de la mano por aquella avenida, riendo, amando en esos días de eterna primavera.

La tarde se puso gris, una bruma espesa comenzó a poblarlo todo. De pronto se vio vestida de uniforme, su pelo largo le cubría los hombros cayendo en cascada por la espalda. Su risa de muchacha poblaba la ciudad...

Sus labios le besaban, le besaban tanto que todo era un beso, beso de calles, de árboles que salían al paso, sus labios apretaban, quemaban y la hacían apartarlo. Luego sumisa lo cobijaba aún más, para seguir besándolo. La bruma de la noche caía sobre ellos.

Una mano que toma la suya la saca de sus cavilaciones. José la mira y se acerca despacio, tan despacio…y cerrando los ojos, corresponde a su beso. Lo atrapa, lo envuelve, ahora es ella quien tiene el dominio. Lo encarcela a sus labios susurrando. El abrazo los apresa y los deja sumidos en un dulce recuerdo. Se apartan y sus ojos se miran estupefactos, sonríen. Tiemblan. ( No saben que son ancianos)

Una fina lluvia les moja el pelo, la cara, los ojos, los labios; empapados corren a buscar refugio, van abrazados. Sus ojos no distinguen la lluvia de las Lágrimas, ambos no saben que están llorando. Sus almas se han encontrado en el ocaso. Ella con su pelo mojado, un chirrido de bocinas y luces volando…La lluvia fina sobre sus cuerpos que han caído anudados, abruptamente. La gente observando atónitos. Aparecieron de improviso decía el chofer del auto. Sus manos entrelazadas y sus cuerpos inertes bajo la lluvia. Una sonrisa abunda en los labios de ambos.


Suyai 2011 Chile copyright D/ R

sábado, 27 de agosto de 2011

Flor de un día


Edith Moncada

Se puede escribir cuando el alma la tienes socavada, triturada y sientes que te desarmas a pedazos. Dejas caer una lágrima y luego viene otra y otra y ya no paras.

Se descosieron sus labios, crepitaron como hojas marchitas sus valores, sus ideales. Ya nunca más serás lo que fuiste, ni podrás predicar sin censurarte.

Una locura por amor, bien vale mis razones cuerdas, dicen, pero no sabías que el desconsuelo venía de prisa a corroer el alma.

Sensación de tenerlo todo y no tener nada. Un leve detalle vale más que cien palabras. Y tú lo descubriste, pero la batalla ya estaba perdida. ¿O ganada?

Agonizas ante tu propio drama. Aplaude tu conciencia burlona que llega tardía para decirte que no debías, que no era justo, pero te abandonó. Y caíste desposeída de toda vergüenza, fallida la cordura.

Amaste y fuiste amada como siempre soñaste. Delicadeza, ternura y sin pudor.

Tu ser confundido ante el fuego abrasador se dejó quemar, y ahora convertida en ceniza está.

Aturdida ante la belleza de amar, de darse como flor para ser deshojada. Te elevaste en pos de un sueño de amor otoñal, que empezó aún no siendo primavera, cuando se es primero oruga.

Violines y guitarras sonaron a tus espaldas. Bellas palabras que atrapan, recuerdos que obsesionan y matan.

Se puede envolver la felicidad por unas horas, pero luego esta marcha y vas sonriendo en su busca fingiendo alegría y caen sólo lágrimas.

¡Ay! Qué absurda es la vida cuando amas a destiempo, y quedas enclaustrada.

Sálvame de esta agonía que mata, de este dolor sin fragua, que consuela por un momento y vuelve a embestir, matando sin piedad, es lo que ahora clamas, y ya no hay marcha atrás…lloras, pero consuélate ¡ fuiste amada!

viernes, 26 de agosto de 2011

Dolor

Edith Moncada

En un instante, tan sólo uno, mi vida se cruzó con la desolación.

Como un haz de locura, una sombra envolvió mi ser.

Fue atrevida e indulgente, me desnudó, dejándome indefensa.

Agolpándose furiosa, la sangre desbocada nubló mi vista.

Un grito de terror ahogó mi llanto como en un choque de témpanos, crepitaron mis huesos. Alcé la vista. La daga punzante embestía a traición. Sólo mi dolor estaba presente. Y en minutos su vida escapaba gota a gota; la mía también.

Un fuego abrazador quemaba mis sienes. Una tormenta de nieve congeló mi voz.

Ese silencio a gritos, despertó mi locura. Abrazada, arrodillada, frente a lo que quedaba, me estremecí. Un susurro ahogado selló mis labios.

Aquella tarde de dolor, la luna presurosa buscó refugio en una nube fugaz.

En la sombra de la subrepticia tarde de desvarío, oculté mi dolor.


Afuera, voces, risas. Ese mundo ya no me pertenecía. Entonces creció mi angustia, ante el hecho consumado, y una ráfaga de viento ovilló mi cuerpo.

Su mano aún tomaba la mía, la luz de sus ojos dejó de brillar y sus labios inertes en un rictus de agonía me dijeron adiós.

Su risa de antaño, y también su llanto quedaron para siempre guardados en mi corazón.

Cerraste tus ojos para siempre. Para siempre se fue tu voz. Mi pecho acunó tu ser. Cobijé ese momento, momento cruel que nos separó.

Al recordar, vuelvo a morir como aquella tarde que te vi partir.


Suyai copyright 2011 Chile ( Prosa libre)

martes, 16 de agosto de 2011

Esa soledad


Edith Moncada

No son más silenciosos los espejos, ni más

furtivos el alba aventurera; tuya es la soledad,

tuyo es el secreto.

( J.L.Borges)

Subo la escala apresuradamente, no quiero perder el metro, sería horrible. Me duelen los pies, las piernas me tiemblan.

Llevo noventa pruebas que revisar y leer el libro de cuentos que tomaré el viernes, mi cabeza va planificando lo que haré cuando llegue a casa, lo primero es tomarme un café con leche bien cargado, hablar con mi nona, darle mis besitos que tanto espera y contarle las travesuras de los niños en las clases..

¡Uuf...!, tanta gente siempre a esta hora, me molesta que me rocen al pasar, y estos olores a cuerpos sudados de hombres trabajados.

Qué lata el metro viene repleto. A mi espalda siento unos ojos negros que me miran fijamente. Puedo sentir su mirada en la nuca, me doy vuelta y ahí está: es el mismo de ayer y de antes de ayer… un mechón le cae sobre el ojo izquierdo ¿No le molestará digo yo? (y me río para mis adentros) y me mira como si me conociera, sus ojos brillan, pequeños y algo traviesos. ¿Por qué osa mirarme así? ¿Se cree mino? .Me doy vuelta divertida, no pesco.

¡Qué lata no alcancé asiento! ¡Esta porquería siempre viene lleno! Mañana me vengo en Transantiago, aunque me demoré un día y medio. Y este tipo que no deja de mirarme.

La mochila le pesa. Apenas puede afirmarse y le duelen los pies. Todo el día de pie, a esta hora ya no puede más. _No me pongo más tacos, desde mañana juró que uso zapatillas, se dice, y en eso algo roza su mano, levanta la vista y es él. La mira sereno. Ella altiva, quita su mano, entonces se ve frente a él. Él, le sonríe y hace un ademán como de fue sin querer. Desvía la mirada, mirando sin ver, el tren corre veloz de estación en estación. Próxima parada su destino, baja aprisa y él también.

Al cruzar la calle, se enreda su pie, las pruebas caen, alguien la toma y su cara se encuentra con esos ojos negros, ambos se ríen al mismo tiempo. ¿Profesora? Sí, digo y me doy vuelta para seguir mi camino. ¿Apurada?... ¡Sí! Lo miro, y levanta su mano en ademán de adiós, ¡Qué amanezcas bien! Escucho a lo lejos.

¡Qué tipo! - linda voz me digo y me sonrío.

Nos encontrábamos cada día en el metro, y cada día nos mirábamos y sonreíamos. Se había producido una especie de pacto, primero las miradas, ambos nos buscábamos y al encontrarnos sonreíamos. Hasta que un día derribamos el muro, nos hicimos amigos. Supe que estudiaba ingeniería en electricidad, no era lo que él quería, pero sería lo que le daría dinero. Amaba la música, pero había optado por la ingeniería.

Era de provincia y estaba sólo. Yo pronto lo estuve también. Mi Nona se fue un viernes, sin aviso, se acostó a dormir la siesta y el sueño se la llevó para siempre.

Decidimos vivir juntos, así ahorraríamos dinero, y ambos nos haríamos compañía.

Lo conversábamos todo, lo que había pasado en el día, nuestros sueños, nuestras fantasías. Nuestra vida en común fue eso, una compañía de dos seres que se encontraban solos.

No supe cómo ni cuando comenzó el silencio, quizás una de esas tardes que nos quedábamos largas horas sin hablar, él en lo suyo, yo en lo mío. Las clases, los niños, pruebas actos que se yo, todo eso fue alejándonos sin darnos cuenta. Sus estudios eran intensos y pasaba horas en ese mundo sin palabras, ni siquiera un murmullo, sólo el pasar de hojas de un libro a otro, largas cifras numéricas en papeles que botaba cada día después de los ejercicios.

¿El amor, nos rondó algún día? ¡No! Sólo éramos amigos y compartíamos la misma pieza de aquel diminuto departamentito.

Era diciembre recuerdo, me dijo sonriendo: hoy me gradúo de ingeniero, vendrán mis padres a la ceremonia… ¿Puedes ir? Un largo silencio fue mi respuesta, lo siento. ¡No puedo! Ya sabes las clases, debiste avisarme antes. No importa dijo, sólo es una ceremonia, no tiene importancia, ¡lo que viene después si lo es!

Ese día tuve una sensación distinta, no sabía si estaba contenta por lo de su título, o quizás tenía miedo.

Navidad llegó pronto y con ella su ausencia. Se marchó a trabajar de ingeniero y de ello hace ya un año y medio.

Hoy las clases fueron entretenidas, los niños están cada día más despiertos y de aquellos ojos negros…jamás he vuelto a verlos.