domingo, 27 de marzo de 2011

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca, su trompa, mejor dicho a las sienes de aquélla, chupándole la sangre.La picadura era casi imperceptible. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de plumas.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde en tarde, pero remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses--- se habían casado en abril--, vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura, pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego ras del suelo. La joven, con los ojos fijos. desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y a otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
--¡Jordán! ¡Jordán !-- exclamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, ..y al verlo aparecer, Alicia lanzó un profundo alarido de horror.
-- ¡Soy yo, Alicia, soy yo.!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de un largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Entre las alucinaciones más porfiadas hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso--frís





























































































































































































































os, columnas y estatuas de mármol--producía una otoñal impresión de palacio encantado.Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en la toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluído, no obstante por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegara su marido.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
Pst...---se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera--Es un caso inexplicable..Poco hay que hacer...
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días. Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y a otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró amargamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fe ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
No se dijo el médico a Jordán, en la puerta de la calle---tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos y nada...Si mañana se despierta igual, como hoy, llámeme enseguida.
Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatándose una anemia de marcha agudísíma, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte.
Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con la luz encendida.
Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación.
La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Siempre tenía al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los días finales los deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y en la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Señor!.. llamó a Jordán en voz baja... En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
Parecen picaduras... murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
¡Levántelo a la luz..le dijo Jordán!
La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
--¿Qué hay?-- murmuró con la voz ronca.
Pesa mucho..articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Alicia murió, por fín. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada al almohadón.
Jordán levantó el almohadón, pesaba extraordinariamente.
Saieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviéndose lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca, hasta dejarla vacía, seca.

































































































































































































































































































































































lunes, 21 de marzo de 2011

Cenit


En un instante, tan sólo uno, mi vida se cruzó con la muerte.
Como un haz de locura, una sombra oscura envolvió mi ser.
Fue atrevida y sin ápice de indulgencia, me vi desnuda, desvalida e indefensa. Agolpándose furiosa la sangre desbocada nubló mi vista.
Un grito de terror ahogó mi llanto, y como un choque de témpanos, sentí crepitar mis huesos. Al alzar la vista, volví a sentir la daga punzante, mi vida escapaba gota a gota, sin embargo no había herida presente.
Un fuego abrasador quemaba mis sienes, una tormenta de nieve congeló mi voz.
El silencio a gritos despertó mi locura, y abrazada, arrodillada, frente a lo que ya no estaba, me estremecí, un susurro ahogado selló mis labios.
Había muerto aquella tarde, mi sangre fluía, y la luna presurosa buscó refugio en una nube que pasaba. En la sombra de la subrepticia tarde que me llevó al desvarío, oculté mi dolor. Afuera; voces, risas, un mundo que ya no , nos pertenecía. Creció mi dolor, ante el hecho consumado, y una ráfaga de viento mi cuerpo ovilló. Su mano aún tomaba la mía y en sus ojos se fue la luz, inertes quedaron sus labios y un rictus de agonía me dijo adiós. Inmóvil permanecí por muchas horas, atrás quedó su risa, su llanto cuando el mal lo hacía sufrir, te fuiste padre mío, aquella triste tarde, y te llevaste algo de mí, hoy al recordarte, vuelvo a morir, como aquella tarde que te vi partir.

Suyai Edith copyright 2011 Chile