miércoles, 28 de diciembre de 2011

Camino a la libertad


Lentas caían las horas sobre el umbral. Oscuridad completa, el silencio la única compañía. No había nada que esperar. La noche ya estaba en su apogeo. En un rincón el hombre permanecía agazapado. Sus ojos brillaban como conejo. Sus manos entrelazadas, crispadas llenas de hollín, se confundían en un crepitar de huesos. Los nudillos sonaban cada vez que los hacía crujir. En sus labios finos, delgados, una mezcla de dolor, rabia y miedo. Llevaba horas allí, esperando. Su figura enjuta, desgarbada le daba un aire de asesino al acecho.
¿Qué esperaba? ¿Hasta cuando permanecería allí?
Cuando la claridad del alba comenzó a dejar atrás la noche, sus ojos vislumbraron la casona. Y en ese silencio de las horas muertas, cuando los cuerpos duermen y el alma descansa, comenzó a observar. Tocó suavemente el portón, pero este permanecía cerrado, avanzó unos pasos y encontró un pasillo, especie de camino lateral de tierra, ingresó a el sigilosamente y su asombro fue enorme cuando comprendió que era un convento. ¿Cómo lo supo?
Por un camino empedrado que llevaba a una fuente, una monja barría el patio. Se percibía un aroma a madreselvas, y la quietud del lugar lo envolvió. Suspiró aliviado, estaba a salvo. Llevaba siete días caminando, había abandonado la mina y el hambre hacía sonar sus tripas. Avanzó con sigilo para no ser visto, si la monja lo veía de seguro gritaría. Su aspecto era deplorable, y ella se asustaría.
Decidió detenerse, esperaría el momento oportuno para hablarle y pedirle un vaso de agua o leche caliente, sí, eso le haría bien, luego seguiría su camino hasta su aldea, decido a no volver a las canteras.
Se acurrucó en la alambrada, y abandonó su cuerpo ya tranquilo sabiendo que estaba en lugar seguro. La espera lo tumbó y se quedó dormido.
Serían las once de la mañana cuando despertó con un ruido. Sus ojos no alcanzaron a ver lo que venía. De un zarpazo el hacha cayó en su regazo, quedó incrustada y un líquido violáceo comenzó a salir a borbotones. Un grito y otro grito escapaban de una boca pequeña. Cuando las monjas llegaron no había nada qué hacer. El hombre balbuceaba “Un vaso de leche” Sor Bernardita al ver el bulto había dejado caer el hacha, que en ese momento llevaba a la leñera, con tan mala suerte que ésta cayó en el estómago de aquel enjuto hombre que huía a su libertad.
Suyai Chile

3 comentarios:

  1. Saludos Suyai, gracias por invitarme a entrar en tu Blog que es maravilloso y de categoria de una buena escritora. Dios te bendiga y felicitaciones Año 2012.

    Mirian Brea

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  2. Todos ansiamos la libertad, mas tenemos "miedo"
    dònde estàn las cadenas? Solo dentro nuestro...
    Sè que las "alas" no existen, solo de manera metàfisica, pero hay muchas maneras de salir de la perfecciòn,para poder al fin ser una/o misma y por eso admiro a las personas osadas, ser tan perfecto, como me dijo un pajarito una vez, cansa...

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  3. Gracas, Miriam, Carla, son las palabras de ustedes las que dan vida a estás historias.
    Un gran abrazo a cada una...

    Edith

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