sábado, 23 de julio de 2011

La Receta.


A veces el tiempo nos atrapa, o quedamos

atrapadas en el tiempo por amor.

Edith Moncada Monteiro

A oscuras y sentada en su silla de siempre, Verónica divaga con los pensamientos, su mente le hace trampas; siempre le trae malos recuerdos, y ese dolor que le duele el alma y no sabe cómo detenerlo.

Su apariencia no la delata, se ve segura, tranquila .Sólo sus ojos tristes de mirada nostálgica le dan ese aire de misterio. Siempre se las arregla para que no vean su tristeza, sólo ella y su alma saben lo que la aqueja.

Lleva tanto tiempo padeciendo su mal, fingiendo que es feliz, que tiene una vida plena. Profesional y todos dicen que de las mejores. Abnegada, dedicada con esmero. ¿Alguno de sus colegas podría decir que ella está enferma?

¿Alguien de su familia se ha dado cuenta de su tristeza? Si preguntáramos de seguro nadie podría decir, porque nadie se ha dado cuenta. Y su proceder nada demuestra.

¿Cuándo comenzó su mal? No lo sabe ni ella misma. Se remonta a su niñez y se ve siempre sola, pero a veces tenía amigas y jugaba en alguna casa o simplemente en la calle. Pasaba mucho en ella, su madre nunca estaba, siempre sola y nadie la cuidaba. Siente tanta soledad y pocas veces vio a su padre. Su madre se separó cuando ella tenía cuatro años, y no volvió a verlo nunca más.

A los trece años, entró al Liceo, una niñita aún y parecía de diez, delgadita con el pelo largo que le cubría toda la espalda. A esa edad se puso coqueta, de pronto estaba horas frente al espejo, peinaba sus cabellos, se hacía un peinado y otro y nada le gustaba, nada según ella le quedaba bien.

Fue un día que volvía del Liceo cuando le vio, en su mismo pasaje al llegar a casa. Un chico moreno delgado le sonreía, pasó seria y sin dar atisbo de una sonrisa, sus piernas se apuraron y su frente altiva se irguió dándole una altura que simplemente no tenía.

Muchas otras veces le volvió a ver, su timidez le impidió sonreír y pasaba tan rápido como podía. Luego que entraba a su casa se reprochaba su proceder, mañana si lo veo, le saludo, se decía, pero todos los días ocurría lo mismo, sus pasos la hacían volar como una estrella fugaz.

Ella empezó a seguirle los pasos, se detenía cuando se sentía observada. Le siguió por tantas partes, pero nunca sus miradas se encontraron. Pasaron los años, el tiempo hizo su trabajo. Sus vidas se alejaron, luego la universidad, amores y la vida siguió su ritmo.

Su corazón se quedó en el pasado, su mente trabaja en el hoy, pero toda su alma está en el ayer. Simplemente Verónica detuvo el tiempo. Su corazón aún tiene catorce años. Sus ojos buscan el resplandor de aquellos que a mirarlos no se atrevió., quizás ellos le recuerden, quizás ellos le ignoren. Sus pensamientos la tienen atrapada.

¿Puede el alma quedarse prendada para siempre en una mirada fugaz? ¿Por qué otros ojos no han sido capaces de borrar aquella la primera, que enfundó en su corazón? Sólo Verónica lo sabe, y ella espera un milagro, ese milagro que tal vez nunca llegue. ¡Ah!, si volviera a verle.

Hoy Verónica está triste, y su tristeza la enferma, está con dolor de estómago, hace días que una úlcera la tiene delicada, ya, sabe que no puede continuar así, y decide pedir una hora al médico, este viernes tiene hora a las diez con veinte.

La consulta está en pleno centro de la ciudad, toma un taxi y se dirige con el estómago hecho pedazos. Es un edificio de varios pisos, recorre el pasillo con paso lento y se acerca a la recepcionista, le confirma su hora y la hace pasar a una pequeña salita de espera, una música suave ambiental la recibe, respira hondo. Otros pacientes frente a ella miran revistas. Va vestida de negro como siempre, altos tacos la encumbran en su figura bien formada, su pelo suelto largo, frondoso le cae sobre sus hombros, sus labios rojos le dan un aire elegante y de mirada taciturna. Sus blancas manos cogen una revista, en ese instante se abre la puerta de la salita, un hombre alto de pelo negro vestido con un delantal blanco es el médico. Despide a la paciente con una sonrisa y ella le da las gracias, El corazón de Verónica da un vuelco, no puede ser, ¿acaso esa mirada, esa figura ella la conoce? No está del todo segura, un leve temblor se apodera de sus manos. Siente náuseas, y quiere salir, pero el peso de su cuerpo no la deja, está clavada al piso, no entiende, y no sabe qué hacer. Siente que la miran, hay ojos clavados en ella, sus manos se retuercen nerviosas y esboza en forma torpe una leve sonrisa.

Pasan unos minutos para ella horas eternas, _ se dice: y si me voy, total nadie se dará cuenta, _ pero nuevamente sus piernas no la dejan ponerse de pie. Escucha su nombre: Verónica Valverde. Se pone de pie y la sala se abre, el médico la recibe y sin mirarla le pregunta que le cuente a qué viene. Entonces su voz suena lejana, ella misma se escucha decir, el estómago me duele, y no tengo apetito, todo me cae mal. Él levanta la vista y sus miradas se encuentran, es él, el mismo que ella nunca le sonriera, al que persiguió tantas veces sin que él lo supiera. Al principio nada la delata. Pero él la mira con atención, ella baja la mirada, entonces el dice, _ ¿Desde cuando se siente así?_ Ella responde, _ ¡desde hace mucho, no se decir exactamente cuánto! _ ¿Duerme usted bien? _ Las preguntas del doctor le suenan absurdas y contesta sin darse cuenta, de pronto un mareo y siente, que se desvanece. Cuando despierta, el médico le sonríe. ¿Pero qué me sucede dice Verónica? Él le tiene tomada la mano, le toma el pulso y con voz segura dice: “está usted con muy baja presión, deberá quedarse unos momentos hasta que se estabilice”. Ella tiembla, aún no se da cuenta se dice y sus ojos se nublan, inmediatamente lo disimula se pone seria desviando la mirada. El doctor de reojo la observa y escribe, seguramente le dará una receta. Cuando se despide, la deja citada en quince días más y le dice que debe descansar, tiene ocho días de licencia.

No puedo creerlo se dice, esto es imposible, aún le recuerdo exactamente como en aquellos días. Sus ojos negros, más negros aún me han mirado, no me ha reconocido. Pareciera que está más alto, y su voz suena tan varonil. Verónica camina por la ciudad rumbo a casa, se siente en las nubes y lleva el corazón alocado.

Esta tarde coge un libro y comienza a leer, su mente no se concentra, en las letras aparece su imagen, siente su mano en la suya cuando le tomaba el pulso y se encoge entera. Tanto tiempo ha pasado de su adolescencia y este sentimiento no la abandona. Su pecho lo tiene con un fuerte dolor. Deja el libro y se ve siguiéndole sus pasos, y escondiéndose para que él no la descubra, ¡Ay esta timidez!

De pronto recuerda; él le había entregado una receta, la busca en su cartera, la desdobla y lee: Hola Verónica, te reconocí de inmediato. Espero que vuelvas. Yo cuidaré de tu mal. Estoy soltero y nunca te olvidé.

os pasos, se detenía cuando se sentía observada. Le siguió por tantas partes, pero nunca sus miradas se encontraron. Pasaron los años, el tiempo hizo su trabajo. Sus vidas se alejaron, luego la universidad, amores y la vida siguió su ritmo.

Su corazón se quedó en el pasado, su mente trabaja en el hoy, pero toda su alma está en el ayer. Simplemente Verónica detuvo el tiempo. Su corazón aún tiene catorce años. Sus ojos buscan el resplandor de aquellos que a mirarlos no se atrevió., quizás ellos le recuerden, quizás ellos le ignoren. Sus pensamientos la tienen atrapada.

¿Puede el alma quedarse prendada para siempre en una mirada fugaz? ¿Por qué otros ojos no han sido capaces de borrar aquella la primera, que enfundó en su corazón? Sólo Verónica lo sabe, y ella espera un milagro, ese milagro que tal vez nunca llegue. ¡Ah!, si volviera a verle.

Hoy Verónica está triste, y su tristeza la enferma, está con dolor de estómago, hace días que una úlcera la tiene delicada, ya, sabe que no puede continuar así, y decide pedir una hora al médico, este viernes tiene hora a las diez con veinte.

La consulta está en pleno centro de la ciudad, toma un taxi y se dirige con el estómago hecho pedazos. Es un edificio de varios pisos, recorre el pasillo con paso lento y se acerca a la recepcionista, le confirma su hora y la hace pasar a una pequeña salita de espera, una música suave ambiental la recibe, respira hondo. Otros pacientes frente a ella miran revistas. Va vestida de negro como siempre, altos tacos la encumbran en su figura bien formada, su pelo suelto largo, frondoso le cae sobre sus hombros, sus labios rojos le dan un aire elegante y de mirada taciturna. Sus blancas manos cogen una revista, en ese instante se abre la puerta de la salita, un hombre alto de pelo negro vestido con un delantal blanco es el médico. Despide a la paciente con una sonrisa y ella le da las gracias, El corazón de Verónica da un vuelco, no puede ser, ¿acaso esa mirada, esa figura ella la conoce? No está del todo segura, un leve temblor se apodera de sus manos. Siente náuseas, y quiere salir, pero el peso de su cuerpo no la deja, está clavada al piso, no entiende, y no sabe qué hacer. Siente que la miran, hay ojos clavados en ella, sus manos se retuercen nerviosas y esboza en forma torpe una leve sonrisa.

Pasan unos minutos para ella horas eternas, _ se dice: y si me voy, total nadie se dará cuenta, _ pero nuevamente sus piernas no la dejan ponerse de pie. Escucha su nombre: Verónica Valverde. Se pone de pie y la sala se abre, el médico la recibe y sin mirarla le pregunta que le cuente a qué viene. Entonces su voz suena lejana, ella misma se escucha decir, el estómago me duele, y no tengo apetito, todo me cae mal. Él levanta la vista y sus miradas se encuentran, es él, el mismo que ella nunca le sonriera, al que persiguió tantas veces sin que él lo supiera. Al principio nada la delata. Pero él la mira con atención, ella baja la mirada, entonces el dice, _ ¿Desde cuando se siente así?_ Ella responde, _ ¡desde hace mucho, no se decir exactamente cuánto! _ ¿Duerme usted bien? _ Las preguntas del doctor le suenan absurdas y contesta sin darse cuenta, de pronto un mareo y siente, que se desvanece. Cuando despierta, el médico le sonríe. ¿Pero qué me sucede dice Verónica? Él le tiene tomada la mano, le toma el pulso y con voz segura dice: “está usted con muy baja presión, deberá quedarse unos momentos hasta que se estabilice”. Ella tiembla, aún no se da cuenta se dice y sus ojos se nublan, inmediatamente lo disimula se pone seria desviando la mirada. El doctor de reojo la observa y escribe, seguramente le dará una receta. Cuando se despide, la deja citada en quince días más y le dice que debe descansar, tiene ocho días de licencia.

No puedo creerlo se dice, esto es imposible, aún le recuerdo exactamente como en aquellos días. Sus ojos negros, más negros aún me han mirado, no me ha reconocido. Pareciera que está más alto, y su voz suena tan varonil. Verónica camina por la ciudad rumbo a casa, se siente en las nubes y lleva el corazón alocado.

Esta tarde coge un libro y comienza a leer, su mente no se concentra, en las letras aparece su imagen, siente su mano en la suya cuando le tomaba el pulso y se encoge entera. Tanto tiempo ha pasado de su adolescencia y este sentimiento no la abandona. Su pecho lo tiene con un fuerte dolor. Deja el libro y se ve siguiéndole sus pasos, y escondiéndose para que él no la descubra, ¡Ay esta timidez!

De pronto recuerda; él le había entregado una receta, la busca en su cartera, la desdobla y lee: Hola Verónica, te reconocí de inmediato. Espero que vuelvas. Yo cuidaré de tu mal. Estoy soltero y nunca te olvidé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario