lunes, 5 de julio de 2010

El esposo.


El esposo.

Han pasado casi 40 años, Pedro José, desde el día que llegaste mucho más temprano que de costumbre, y me dijiste con voz más alegre de lo usual “quiero la separación, María Tersa,”. Y yo, sin levantar los ojos del mantel de espigas que estaba bordando, te dije “nunca, Pedro José, nunca”. Y te exaltaste, y gritaste que eras joven y atractivo, que tenías derecho a vivir, que jamás me habías querido, que todo había sido por la herencia de mi tía Elvira. Y yo, que lo sabía todo, te miré calmadamente y repetí la misma palabra “nunca”. Entonces me amenazaste: que me dejarías en la calle, que nada estaba a mi nombre, que me arrepentiría, y yo terminé cuidadosamente la séptima espiga.

Y tuve que dejar mi casa, el futuro se veía poco alentador, veinticinco años, fea y bastante inútil. Sólo sabía rezar el rosario y disponer la mesa, pero no cedí.

Todos los amigos me decían: dele la separación, no se haga problema, total ya se fue, pero me mantuve firme. “NUNCA”

Así pasaron los años, Pedro José, de ti casi no volví a saber, de vez en cuando una nota para que te diera la separación. Un día llegó la noticia de la gringa, en los diarios se veía no tan bonita, como tu decías, pero si que tenía mucho dinero. Después fue esa chiquilla, casi te la di, ella me dio pena, pobrecita, pero me mantuve firme y dije: “nunca”

Tuve que trabajar , Pedro José, y era cierto, yo nada sabía hacer, pero aprendí a cocinar y empecé a vender dulces de leche, al principio se me quemaban y nadie me compraba, pero después de un tiempo lo logré, con eso me mantuve y sobreviví más o menos bien.

Cuarenta años, Pedro José, tan amargos entre tanto dulce, Pero al final tenía que ocurrir, el timbre me despertó, y me dijeron que te habías muerto. Busqué mi viejo vestido negro, me puse unas gotas de colonia Inglesa, y partí a la iglesia.

Estabas feo, gordo y pelado, Pedro José, tan feo como yo. Y me senté en primera fila, nunca me había sentido más importante, ni siquiera durante mi matrimonio. Y cuando terminó la misa, interminables filas me tendieron la mano, me abrazaron, dándome el pésame. Me sentí muy a gusto, Pedro José, valió la pena haberme negado a la separación.

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